MUSICA ES VIDA

MUSICA ES VIDA
MUSICA,TERAPIA,SALUD Y VIDA

miércoles, 5 de enero de 2011

ALMUDENA CABO

Almudena Cano
Pianista
Catedrática de Piano del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid.

Formada principalmente en Madrid, su ciudad natal, con Carmen Díez Martín en el Real Conservatorio Superior de Música, y en Amsterdam con Jan Wijn en el Sweelinck Conservatorium, la influencia recibida del profesor bilbaíno Juan Carlos Zubéldia, con quien estudió durante casi veinte años, fue enorme y decisiva en su evolución musical.

Como concertista actuó en España, Holanda, Bélgica, Portugal, Polonia, Hungría, Alemania, Gran Bretaña y República Dominicana, tanto en recitales como en conciertos de cámara, así como en grabaciones para las radios estatales de España, Holanda y Bélgica y para Televisión Española.

Como solista actuó con las orquestas Ciudad de Valladolid, ALPHO del Conservatorio de Amsterdam, Caecilia Consort de Holanda, Sinfónica Nacional de Santo Domingo, Orquesta de Córdoba, Sinfónica de Castilla y León, Ciudad de Granada, Sinfónica de Tenerife, Reina Sofía de Madrid, Mozarteum de Salzburgo (actuación en el Teatro Real de Madrid) y Virtuosos de Moscú, con los directores Luis Remartínez, Joop van Zon, Max Bragado, Jose Ramón Encinar, Clark Suttle, Adan Natanek, Leo Brouwer, Julio de Windt, Arturo Tamayo, David Stern, Hans Graf y Vladimir Spivakov.

Su grabación de 12 Sonatas de José Ferrer recibió del Ministerio de Cultura el Premio Nacional del Disco 1981.

Profunda y activamente interesada en la enseñanza musical, fue la creadora y directora, durante las primeras ocho ediciones, de la Escuela de Verano para Jóvenes Pianistas "Ciudad de Lucena", que alcanzó un gran prestigio por su calidad y originalidad, así como del Festival Internacional de Piano 'Ciudad de Lucena'. Igualmente fue co-creadora de los Cursos de Especialización Musical de la Universidad de Alcalá y de la revista especializada Quodlibet de la misma Universidad. Escribió artículos sobre la enseñanza musical y sobre temas de su especialidad en diversos periódicos y revistas de música. (v. articulos)

Impartió cursos y clases magistrales en un gran número de Conservatorios españoles. (v. docencia)

Hasta su fallecimiento, el día 3 de octubre de 2006, fue Catedrática de Piano del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid (España).

REFLEXION PERSONAL .


 
   Interpretar música escrita por compositores en un instrumento de los llamados tradicionales - o con la voz - es quizás el cometido fundamental de los centros de enseñanza musical asociados tradicionalmente a la música clásica - conservatorios, escuelas, academias, etc.- ya que, aunque en estas instituciones la música también se estudia desde una perspectiva musicológica,  teórica y metodológica, y también se trabaja la creación de música nueva, la transmisión y proyección de toda música  pretérita o actual  y la comunicación artística del hecho musical la hacen los intérpretes. Incluso los músicos que derivan hacia otra especialidad distinta a la interpretación instrumental comienzan su formación musical dentro del mundo de la habilidad instrumental al servicio de la música escrita por otros.
En la reflexión que quiero hacer a continuación pretendo resaltar la conexión entre la formación instrumental que recibe un futuro intérprete y las diversas áreas que configuran sus estudios musicales, pero estableciendo el perfil del objetivo final, del acabado, del - dicho en términos poco adecuados al espíritu artístico- producto que debería salir de un centro de enseñanza musical que forme intérpretes profesionales. 
Dada mi condición de pianista, parece más sensato que centre mis argumentos en la enseñanza de mi instrumento, pero creo sinceramente que, cambiando títulos de obras, terminología técnica específica del piano y alguna cosilla más, todo lo que aquí expongo se puede fácilmente trasladar a cualquier otro instrumento, porque en esencia la formación necesaria para cualquier intérprete bebe de las mismas fuentes.
También tendré que hacer alguna referencia tanto al estado y la realidad de la enseñanza musical en España en los últimos años como al futuro que empieza a configurarse con la aplicación de la reforma de la enseñanza musical que implanta la LOGSE, pero a pesar de no abandonar mi beligerancia en contra del Plan del 66 y a favor de la LOGSE, en este artículo quisiera plantear también criterios sobre la formación musical que van más allá de aquellos que son mero objeto de discrepancia entre profesores de conservatorios con ideas distintas. Estos criterios son difíciles de configurar en un plan de estudios, pues inciden en aquello que todo instrumentista que se precie debe saber plantearse y saber hacer, ya sea de una manera intuitiva y resultante de su propia experiencia, o por obra y gracia de un profesor que le haya mostrado adecuadamente el camino a recorrer. 
La posibilidad de recibir los conocimientos y la experiencia musical necesaria para interpretar música dependen más quizás de la habilidad, la imaginación y la calidad artística y musical del profesor  que de lo que a éste se le exige saber en el temario y las pruebas prácticas de sus oposiciones.
Uno de los inconvenientes que tiene cursar estudios en un conservatorio o similar es que, a pesar de ser centros teóricamente pensados para formar profesionales, terminan siendo lugares llenos de obstáculos para conseguir una titulación, donde el inevitable academicismo desdibuja la nitidez de los objetivos reales y su posterior proyección en los diversos ámbitos del mundo musical profesional. 
Es evidente que el hábito no hace al monje, y así como muy pocos de los que se titulan como pianistas reúnen las condiciones mínimas para ser considerados intérpretes, también es evidente que la titulación más apropiada  para un futuro intérprete será la que le acerque en sus contenidos a los planteamientos técnicos y musicales que van a acompañarle en su vida profesional; son poquísimos los titulados superiores que han recibido alguna vez formación o información sobre aspectos fundamentales de la interpretación, de la percepción musical y de la comunicación artística (espero que nadie se ofenda, ya que hago esta afirmación profundamente convencida de que es casi imposible que un centro de enseñanza musical, incluso el más prestigioso del mundo, consiga incluir en sus planes de estudios ni una quinta parte de los aspectos relacionados con el arte de interpretar). La perspectiva que tiene un alumno que aborda los estudios superiores  es bastante escasa, pero también lo es a veces la de los profesores, ya que  tendemos a olvidarnos de la necesaria integración de los conocimientos en las distintas áreas o asignaturas relacionadas con la música, sin olvidar que existen también otros conocimientos que abarcan una amplia gama de aspectos del pensamiento humano y que no suelen estar en la oferta pedagógica de un conservatorio: filosofía, literatura, historia de las ideas, historia socio-política, etc.
Es evidente que no es posible determinar compartimentos estancos en el conocimiento de la música, pues toda la comprensión sonora y estética es el resultado de una experiencia y una práctica diaria durante años que engloba muchos factores aparentemente distintos y relacionados tanto con el intelecto como con la percepción, la sensibilidad musical y la capacidad emotiva.
Resulta difícil imaginar a un aprendiz de intérprete que no dedique todo el tiempo de que dispone a oír música, a conocer obras y autores que aún desconoce, a familiarizarse con el repertorio para otros instrumentos, a conocer el texto de los Lieder, los argumentos  de las óperas, a leer lo que otros han escrito sobre música, a indagar y tratar de penetrar en lo más profundo de las obras, del pensamiento que anima al compositor, de sus inquietudes formales o estéticas, del ambiente sociocultural que le alimenta, en una palabra, a sumergirse en todo lo que influye en esta actividad artística, que más que una profesión es una pasión. 
Aún a sabiendas de la dificultad de referirse a algunos aspectos sin mencionar aquellos otros que obviamente influyen, comenzaré por definir de la mejor manera posible el perfil que, a mi entender, debe tener un intérprete de finales del siglo XX:
Preparación musical
- Conocimiento y asimilación del lenguaje tonal, con una clara comprensión de los aspectos armónicos, melódicos, rítmicos, polifónicos, etc. que están presentes en la música de los siglos XVII, XVIII y XIX, que son fundamentales en el repertorio del instrumento. 
La asimilación de los procedimientos musicales tiene que ser auditiva y práctica, pues de nada sirve saber clasificar un acorde, analizar una melodía o definir las voces que están presentes en un pasaje polifónico si estos conocimientos se limitan al aspecto puramente teórico. Un intérprete tiene que ser capaz de distinguir auditivamente, por ejemplo, las distintas inversiones de cualquier acorde, saber reproducir con la voz o en el piano cualquier melodía o tema con su perfil rítmico, ser capaz de percibir voces diferentes y poder delimitar de oído las distintas secciones de una obra.
- Conocimiento y asimilación auditiva de la evolución del lenguaje tonal propia de finales del XIX, su transformación hacia la atonalidad, hacia la música dodecafónica y serial, hacia todos aquellos aspectos que conforman la primera mitad del XX que están presentes en una gran parte del repertorio fundamental del instrumento: politonalidad, modalidad, etc.
-Asimilación auditiva de las tendencias musicales de la segunda mitad del sigo XX, con un selectivo acercamiento a las distintas tendencias y a los lenguajes de los compositores más emblemáticos.
Con estos tres puntos he mencionado la necesidad de asimilar auditivamente música de cuatro siglos. Es evidente que el repertorio llamado “tradicional” de un pianista comienza a mediados del XVIII y finaliza a mediados del XX, y tanto la música previa - claramente escrita para otros instrumentos como el clave- como la posterior -sujeta a una especialización bastante radical aún hoy- no tienen por qué ser objeto de estudio exhaustivo y prolongado. Sin embargo, en aras de una real comprensión de la evolución del lenguaje, es realmente importante conocer los planteamientos y las inquietudes de las que se parte en el XVII, y también los resultados que son plasmación de una búsqueda muy diversificada y ramificada en las últimas décadas de este siglo.  
La asimilación musical es un proceso de interiorización de la escucha que permite comprender, sentir y reproducir. No se puede pretender que la asimilación, la comprensión musical, sean producto de una  agotadora repetición de los giros musicales que leemos en la partitura. Cuando la partitura es un manual de instrucciones donde se nos dice que si la nota está escrita en la tercera línea (en clave de Sol) tenemos que hundir la tecla “si”, nuestra capacidad musical es tremendamente limitada: somos incapaces de leer a primera vista porque no sabemos anticipar el devenir de la música; no existe una conexión entre lo que hacen las voces y sus acompañamientos; las indicaciones complementarias (articulación, dinámica, fraseo, etc.) resultan añadidos con poco o ningún sentido para nosotros pues - al igual que hacemos con las notas, claves, compases, etc.- los aplicamos según aparecen en la partitura ante nuestros ojos, y así sucesivamente. 
Es imprescindible que el futuro músico desarrolle su capacidad musical sobre la base de asimilar ideas musicales siempre puestas en práctica vocal o instrumentalmente. Estas ideas tienen unos perfiles armónicos, melódicos, rítmicos y métricos muy definidos (y da igual que la idea sea una improvisación, una pequeña composición, un ejercicio o la obra de un compositor) de los que no se puede prescindir, y se asimilan a la vez pues forman un todo inseparable. Tras esta asimilación, se puede empezar el proceso de transcripción a una partitura, pero sólo cuando los signos que se escriben se entienden como una aproximación a la idea original y una manera de comunicarla a otros “por carta”.
Preparación técnica
Es necesario tener en cuenta que toda práctica instrumental, por temprana que sea, debe tener por objetivo la buena asimilación técnica de ciertas fórmulas musicales que van a tener una constante presencia en el repertorio del instrumento. La correcta sistematización de los procedimientos más habituales  (con la técnica que sea) ayudan a establecer una perfecta colaboración y coordinación entre la comprensión musical y su plasmación en el instrumento. Por establecer un símil, se trata de conseguir lo que en deporte se denomina “buenos fundamentos técnicos”, o hacer el equivalente a lo que en danza ejercitan hasta la saciedad pero siempre con un sentido expresivo perfectamente definido en cada movimiento: hacer barra. 
Con demasiada frecuencia se habla de técnica pianística refiriéndose a las propuestas y soluciones que tal o cual autor o pedagogo sugiere para las diferentes dificultades: las octavas se hacen “así”, las escalas “asao”, el brazo debe utilizarse de esta manera, el dedo debe hacer estos movimientos, etc.
Quizás sería más sensato que el  futuro intérprete - o su profesor- se centrara en conseguir plasmar la idea musical que subyace en la partitura que tiene delante y, partiendo de unos supuestos técnicos básicos que casi todas las escuelas mencionan como indispensables, realizara música en vez de esforzarse en ejercitar correctamente su coreografía técnica. Partiendo de la base de que se deben utilizar movimientos adecuados, se debe estar lo más relajado posible, se debe circunscribir el esfuerzo al mínimo indispensable, es preferible enfocar la articulación de los sonidos con un objetivo sonoro y musical, en vez de adjudicar al staccato tales movimientos de la mano o el brazo, al legato tales procedimientos musculares o al cantabile tal zona de la yema del dedo.
La formación teórica
La iniciación teórica en los conservatorios se hace con el solfeo o con lo que ahora se denomina lenguaje musical, que se compagina con la primera etapa de formación instrumental. Tras pocos años se empieza a añadir formación  teórica con historia de la música, armonía, contrapunto, análisis formal, etc.
La asignatura solfeo-lenguaje nos inicia en la práctica vocal de melodías, más o menos complejas en su interválica, acompañadas por un soporte de tipo armónico. 
Al aumento de la complicación melódica se le van añadiendo progresivamente dificultades rítmicas, métricas y dinámicas, todo aderezado con un bombardeo de nociones teóricas que prácticamente abarcan casi todo el saber enunciado en los tratados desde Grecia, pasando por la Edad Media y el Renacimiento, hasta finales del XIX. Estas nociones rara vez son experimentadas en la práctica instrumental, y mucho menos en la que se realiza paralelamente en los primeros años de conservatorio, con lo cual se convierten en un cúmulo de conocimientos de difícil comprensión, de nula asimilación y de dudosa aplicación.  No es de extrañar que esta asignatura haya truncado más de una afición musical y más de una vocación, pues nada hay tan farragoso, tan poco estimulante y tan estéril como la teoría musical per se.
Con el paso de los años, de los lustros, de las décadas, y cuando se ha carecido de un sistema positivo y ágil de autoevaluación, los programas de estudios de las instituciones educativas han tendido a enquistarse y a alejarse de la realidad musical necesaria para desenvolverse profesionalmente en el mundo de los sonidos. Este es el caso del obsoleto sistema de educación musical vigente aún en nuestros conservatorios, que ha alcanzado un absurdo zenit de inoperancia y de ausencia de un objetivo común en la surrealista andadura paralela (y nunca convergente) de asignaturas teóricas con la práctica instrumental que se lleva a cabo en la etapa intermedia -en el grado medio, para entendernos. 
Con harta frecuencia se da el siguiente caso: un estudiante, mientras en el piano se ejercita con Czerny, Clementi y Moszkowski, estudia obras polifónicas de J.S. Bach, toca sonatas de Mozart o Beethoven, Romanzas de Mendelssohn, Arabesques de Debussy y piezas de salón de Granados, en Historia de la Música le instruyen sobre la música de los persas, el advenimiento del Gregoriano, y la importancia de Orlando di Lasso; en Armonía comienza su largo peregrinar entre dameros malditos plagados de paralelas prohibidas, resoluciones y tratamientos de la disonancia que en ningún caso le van a servir para comprender la música que toca, sino únicamente para adquirir escolástica destreza en un práctica arcaica y de nula aplicación; en Formas Musicales le van a telegrafiar - sin tiempo para la comprensión y la  profundización-  todo lo acaecido en cinco siglos referente a la inquietud  formal que han tenido los compositores; el pianista en grado medio tendrá también que hacer un pequeño recorrido por el mundo de la música de cámara, la Estética, la lectura a primera vista -que, al parecer, conviene empezar a “aprender” cuando ya el estudiante lleva tocando el piano seis o siete años- y la transposición. Esta película, real como la vida misma, pone en evidencia un sistema en que casi nada de lo que se estudia teóricamente tiene ninguna aplicación en la actividad instrumental del alumno. 
La teoría que interesa recibir, estudiar y asimilar es la que explica en profundidad los distintos parámetros del lenguaje musical del repertorio que tocamos, que nos hace comprender su forma, los elementos que configuran sus aspectos estilísticos, la ubicación en el entorno histórico, las influencias que recibe y la progresiva transformación y evolución de ese lenguaje hacia nuevos derroteros asumidos por otros compositores. Al alumno le tenemos que dar herramientas de análisis para la óptima comprensión e interiorización de la música que toca, que estudia, que escucha y que forma parte de su mundo auditivo,  incluida la del siglo en que le toca vivir. 
Otro aspecto de la formación teórica absolutamente imprescindible para el instrumentista es el relativo a los aspectos estilísticos e idiomáticos propios de la interpretación (ornamentación, articulación, evolución de la grafía musical, interpretación de los signos según épocas y autores). Cabría apuntar que este aspecto se trata ya en parte en la enseñanza del solfeo, pero como en tantos otros ejemplos, es imposible asimilar y comprender unos signos o procedimientos que no pertenecen al mundo de la práctica instrumental y auditiva. Los ornamentos complicados del Barroco aparecen en el repertorio propio de fin de grado medio, o incluso en el propio de los estudios superiores, pero no en una piececita del Álbum de Ana Magdalena, ni en casi ninguna invención de Bach. Es esencial la comprensión de los signos de ornamentación como signos “taquigráficos” que representan un procedimiento musical, y es esencial practicar estos procedimientos desde los inicios en el instrumento, pero insisto en que deben ser explicados y comprendidos cuando vayan a integrarse en la práctica instrumental.
Todo lo que excede los límites de la práctica musical pertenece al mundo de la arqueología musical, de la musicología al servicio de los tiempos pretéritos. El estudiante que se incline hacia esta especialización ya recibirá, en los estudios superiores, una formación esencialmente distinta a la que recibirá un futuro intérprete, pero en su etapa intermedia de formación musical debe continuar un recorrido que en ningún caso desvincule los conocimientos que adquiere de la práctica que lleva a cabo.
De la teoría a la práctica
Para una buena interpretación y comunicación de las ideas musicales, parece imprescindible plantearse seriamente cuáles son las condiciones mínimas para que se perciba la música como la escuchamos en nuestro interior: ¿en qué consiste el “buen sonido”?, ¿cómo se puede hacer en el piano un legato que se perciba como tal?, ¿todas las indicaciones de crescendo se deben realizar aumentando uniforme y progresivamente la intensidad en todas las voces?, ¿cómo se transmite la forma?;  ¿cómo se realiza el fraseo, la expresión, la emoción?, ¿cómo se articulan los diversos ritmos de danza (minué, vals, mazurka, corrente, siciliana...)?, ¿cómo hay que tocar para que se perciba “a dos” la música escrita en compases binarios o alla breve?
Hay muchos músicos que aseguran que la mera comprensión interior por parte del intérprete establece una vía de comunicación casi automática entre éste y el oyente. Pero también es harto frecuente encontrarnos ante una interpretación anodina e inexpresiva que no aporta ninguna emoción o interés al  que la escucha aunque, si la analizamos, no es básicamente “incorrecta” desde un punto de vista técnico y musical: las notas están todas, las dinámicas también, el tempo parece adecuado, la medida es correcta  pero, ¡ay!, no dice nada; la interpretación resulta plana, gris, aburrida y escolástica porque la música está “solfeada” más que interpretada. Cuando el intérprete no se sale un ápice de las instrucciones de la partitura y considera que la duración de las notas tiene que ser exactamente la que marca el valor de la figura y que, por ejemplo, el rubato o la agogia son licencias libertinas e inadecuadas en un planteamiento “serio” de la interpretación, en mi opinión está atentando contra el espíritu de la música  que subyace en el texto, espíritu que hay que saber encontrar porque  hay que aprender a leer entre líneas.
Los planteamientos  interpretativos ante el texto tienen así cierta semejanza con los que se hace un actor que recite o declame un texto, un poema o una obra de teatro: no es suficiente articular fonemas, pronunciar correctamente las palabras o ni  siquiera hacer una entonación adecuada de las frases, hay que dar vida y expresión a un texto que comunica algo.
Como todos nos hemos encontrado alguna vez ante  la duda de seguir los dictados de nuestro instinto musical - que no es otra cosa que la experiencia auditiva acumulada, recreada  por nuestra imaginación y por un sentido propio e interior de la coherencia expresiva-  o, por el contrario,  ceñirnos a “las instrucciones” de la partitura, creo que el mejor antídoto contra el academicismo radical en la interpretación consiste en llevar a cabo un profundo análisis de las versiones de los grandes maestros - con la partitura delante-,  tratar de averiguar en qué consiste ese “algo” que tanto nos gusta  y comprobar que casi siempre conlleva una pequeña desviación de la interpretación estricta de las instrucciones de la partitura. Es bastante esclarecedor al respecto comprobar que resultará casi imposible llevar estrictamente el compás en una zarabanda de Bach tocada por Pau Casals, un impromptu de Schubert por Radu Lupu, un Nocturno de Chopin por  Artur Rubinstein o un Lied de Schumann cantado por Dietrich Fischer Dieskau. 
También es muy esclarecedor comparar distintas buenas versiones de las mismas obras (por ejemplo, la Fantasía op. 17 de Schumann por Murray Perahia, Eugeny Kissin, Claudio Arrau, Vladimir Ashkenazy y Maurizio Pollini) y percibir las diferencias esenciales y de matiz. Y, para redondear el tratamiento anti-solfeo, sería conveniente escuchar a los compositores interpretar sus propias obras -Debussy, Prokofiev, Bartók, Rachmaninov- y también analizar sus interpretaciones de obras ajenas - Bartók tocando Debussy o Beethoven, Rachmaninov interpretando Chopin, Britten tocando Schubert, etc. 
La formación de un criterio propio.
Uno de los objetivos más difíciles de lograr  por parte de un profesor de instrumento es el relativo a la progresiva capacidad que debe tener el alumno para saber enfocar correctamente su estudio, saber dilucidar por sí mismo el carácter de una obra, su tempo, su expresión, ser capaz de transmitir los aspectos formales y los contenidos emocionales, en definitiva, tener con el paso de los años una  autonomía interpretativa. Si a ésto le añadimos la conveniencia de que adquiera cuanto antes  una autonomía técnica, una capacidad para resolver dificultades y aportar soluciones prácticas, con el logro de estos aspectos habremos conseguido participar en la formación de un intérprete. 
Sin embargo, la práctica de la docencia en los conservatorios nos aboca a casi todos a imbuir al alumno nuestros propios conocimientos y nuestra propia comprensión de las obras que les enseñamos, que en un porcentaje demasiado alto  son obras que hemos tocado en nuestros años de estudiante. Es  el camino de la imitación, del mimetismo, que es el más corto para lograr del alumno un resultado inmediato medianamente aceptable. 
Esta solución -que tire la primera piedra el que nunca la haya utilizado- tiene un resultado obvio, pero rara vez logra instruir al alumno en los aspectos que le pueden ser útiles para configurar su propio criterio: si dejamos que un niño se caiga tropecientas veces antes de encontrar  la coordinación y el equilibrio necesarios para montar en bicicleta, si le pedimos que haga una redacción sobre cualquier tema sin dictarle lo que debe escribir, si le ofrecemos pautas de comportamiento que él debe aplicar  en sus relaciones con los demás sin que  debamos estar permanentemente a su lado para controlar lo que hace, por el contrario rara vez permitimos que un alumno nuestro pueda tocar su repertorio aplicando su propio criterio, sea éste bueno o menos bueno y tenga o no la suficiente madurez. No le permitimos que se equivoque en sus planteamientos y aprenda de sus errores, y  creo que esto se debe a que, en la mayoría de los casos, pensamos que si un alumno no toca lo suficientemente bien puede parecer que no sabemos enseñarle adecuadamente, y así pasamos de evaluadores a evaluados.
Cuando hablamos de criterio propio, hablamos de unos planteamientos que el intérprete se hace ante una partitura: cómo debe sonar esa música y por qué. El “cómo” viene indicado en el texto musical, y el mayor o menor acercamiento a su significado musical y estético depende de la formación del intérprete, pues no existe nada tan alejado del criterio como la arbitrariedad. El “por qué” es algo más complejo, ya que pueden intervenir consideraciones relativas al carácter, al significado profundo,  que pertenecen al mundo de los sentidos, de la sensibilidad, de las emociones y de la imaginación.
Nunca he creído que fuera importante para un intérprete conocer la biografía de los compositores en los aspectos relativos a sus vidas privadas, sus litigios familiares, sus miserias afectivas o sus enfermedades. Es más, creo que  sus obras, una vez creadas,  adquieren una saludable independencia con respecto a los individuos que las imaginaron, hasta el punto en que ni siquiera me parece que los consejos o indicaciones que suelen hacer sobre la interpretación de sus obras tengan que ser acatados reverencialmente.
Sin embargo,  me parece de la mayor importancia conocer o acercarse al mundo de su imaginación, sus pensamientos y sus creencias, que pueden arrojar mucha luz en la comprensión de sus músicas. 
Uno de los ejemplos más claros es el de Schumann: me interesa saber qué significan Eusebius y Florestán en su imaginación, y  la literatura que le inspiraba -E.T.A. Hoffman, Jean Paul, Eichendorff, Heine, etc.- pero no tengo especial interés en saber cuántos hijos tuvo o si su locura era  hereditaria. Creo que lo interesante está en todo aquello  que puede suponer una revelación en la comprensión de sus obras, pero su vida privada será probablemente como la de todo el mundo, con altibajos, miserias inconfesables, épocas doradas y sentimientos divididos.
Tampoco me parece de especial interés conocer la opinión de los críticos de su época. Todas las crónicas y descripciones de las interpretaciones de los compositores y de los estrenos de sus obras interpretadas  por otros, están llenas de imágenes poéticas, adornos literarios y comentarios poco rigurosos, lo cual indica en mi opinión que hablar de música, de obras, de contenidos, de interpretación, es algo reservado a la clarividencia, la capacidad de penetración y la inteligencia de personas con gran cultura,  musical y de la otra,  y son muy pocos los críticos - de antaño y de ahora- que puedan pertenecer por méritos propios a tan selecto club.
Si un estudiante de piano,  es capaz de imaginarse la música que tiene que tocar,  tiene en su interior un modelo sonoro que proyectar al exterior, y ese modelo o imagen sonora tiene vida propia, si es capaz de percibir todo aquello que tiene que ver con el devenir temporal de la obra, sus relaciones internas, sus resoluciones pospuestas, o las truncadas, si la forma es coherencia de las partes y equilibrio que da sentido a la sucesión de pasajes, temas, motivos, episodios, desarrollos, recapitulaciones, variaciones, etc., si todo forma un cosmos más real que la vida exterior, de alcance tan profundo como cualquier otra experiencia espiritual o sensorial, y todo esto se convierte en una necesidad de comunicarlo y transmitirlo, estamos ante un estudiante de piano con vocación de intérprete.
Si el aprendiz de intérprete dedica casi todo su tiempo a una actividad que requiere muchísimas horas de estudio sobre el teclado, donde tendrá que desarrollar una disciplina de perfeccionismo constante, que requiere bastantes horas leyendo libros de toda índole, infinitas horas oyendo música y asistiendo a conciertos, estamos ante un aprendiz entusiasta y voluntarioso, que no es poco.
Si además tiene capacidad de comunicación, es capaz de dominar sus nervios para no perder el control de lo que hace, tiene buena mano, memoria, ha desarrollado una buena técnica manual, le gusta tocar ante otros, le estimula el progreso que realiza día a día, aunque tenga altibajos, estamos ante un intérprete.
Si además tiene eso que conocemos por “duende”, es capaz de mantener a todo un teatro interesado, conmovido, emocionado, entusiasmado con su interpretación, si ha llegado a la convicción de que las obras no se aprenden nunca de verdad, que no es probable que su interpretación iguale a la imagen sonora que tiene en su interior, si está convencido de que lo apasionante de esta actividad radica más en la continua, constante y perenne transformación que la música, las obras,  van operando en su interior porque están vivas en su imaginación y le acompañan toda la vida aunque no se de cuenta, entonces ¡ah! estamos ante un verdadero artista.
                                            

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